dilluns, 5 de juliol del 2010

LA ESCALERA SIN BARRER



En términos de relación humana, el proceso estatutario no ha pasado en vano: ha generalizado la antipatía

LA VANGUARDIA, Antoni Puigverd | 05/07/2010

Las verdaderas dificultades son mudas: exigen análisis y autocrítica. No tremendismo retórico. No se trata de mostrarse indiferente a la gravedad de la sentencia del Constitucional, sino de evitar el falsete (lo que Amadeu Hurtado denominó flamarada). Sería deseable que la delectación ante el fracaso no acabara revelando poses de comedia.

Habrá que recordar de nuevo, en primer lugar, una reflexión que escribe Montaigne a propósito de la guerra de religiones de su tiempo. De todos los nobles caseríos del Périgord, el suyo es el único que se ha salvado de la destrucción. Es también el único que no había reforzado sus defensas; ni contratado soldados. "Que tantas casas protegidas se hayan perdido mientras la mía se mantiene, me hace sospechar que se perdieron porque estaban protegidas". Y remacha: "Toda guardia (léase Estatut) lleva rostro de guerra. Que se lance quienquiera, si lo quiere Dios, contra mí; pero en ningún caso seré yo quien lo llame". Autocrítica, por favor: ¡Si no se podía vencer al dragón, para qué disfrazarse de Sant Jordi?

Todo el proceso estatutario recuerda, paródicamente, la flamarada de los años treinta. Cuenta Hurtado en su dietario cómo, con paciencia y habilidad jurídica, ha conseguido tejer en Madrid un acuerdo para solucionar la impugnada Llei de contractes de conreu. Ha realizado dichas gestiones por expreso encargo del Dr. Jekyll Companys, pero, de regreso a Barcelona, le encuentra transformado en Mr. Hyde. Ignorando la solución urdida por Hurtado, Companys anhela convertirse en mártir de una tragicomedia. El Sis d'Octubre de 1934 tuvo un perfil trágico: las metralletas del general Batet apuntando al Palau de la Generalitat, la autonomía suspendida, Companys encerrado en un buque. Pero tuvo también un perfil de (triste) comedia: la fuga del conseller Dencàs a través de las cloacas; la distancia abismal entre las fervorosas consignas catalanistas y la realidad de las calles vacías. Tal como explica otro clásico, Gaziel, si algo pone en evidencia el Sis d'Octubre es el sonoro silencio y la pasividad con que los barceloneses responden a los desesperados llamamientos radiofónicos de la Generalitat.

Se ha subrayado estos días el paralelismo entre el discurso que pronunció el president Montilla al poco de conocerse la sentencia del Constitucional y la frase con que obsequió el president Companys a sus consejeros nacionalistas en octubre de 1934: "I encara direu que no sóc catalanista!". En el teatro de la vida pública catalana, todos los actores, empezando por el president Montilla, se sienten obligados a sobreactuar exhibiendo flamarada. No digo que sea fácil sobreponerse a la ola de decepción. El filtraje judicial del Estatut ha sido humillante (sólo el autogobierno catalán fue recurrido) y presidido por unas irregularidades que a la postre se han revelado determinantes (en especial la menos comentada: la exclusión de Pérez Tremps). La sentencia nos ha llegado con la frialdad de una condena: delito de lesa patria. "La indisoluble unidad". No digo que sea fácil en una sociedad tan horizontal como la catalana, con los partidos compitiendo agónicamente por la hegemonía, sobreponerse a las emociones. Pero hay que intentarlo. Es imprescindible sacar fuerzas de flaqueza. De otro modo, la moral perdedora (y su complemento: el resentimiento) acabarán infectando el catalanismo, que podría derivar en un carlismo de nuevo cuño.

No son pocos los que creen que cuanto peor, mejor (un grupo de independentistas celebró la sentencia del TC en la plaza Sant Jaume). Pero están muy lejos de representar a la mayoría. Más lejos están de la mayoría los que se frotan las manos ante la humillación del catalanismo. A pesar de contar con formidables aliados mediáticos en el resto de España, no consigue el anticatalanismo seducir al gran pedazo de la sociedad catalana que observa con indiferencia las aventuras identitarias. En Catalunya, los indiferentes son legión, pero han dado reiteradas pruebas de que no quieren oponerse a la corriente hegemónica. Dar por supuesto que el purgante del Constitucional contribuirá a dar alas al anticatalanismo es tan delirante como imaginar que el músculo que ha flaqueado en la conquista del Estatut bastará para obtener la independencia.

En términos de relación humana, el proceso estatutario no ha pasado en vano. Ha generalizado la antipatía entre españoles y catalanes; ha dado carta de naturaleza a los partidarios del desprecio y del insulto; y ha popularizado el concepto orteguiano de conllevancia. Estas arrugas en la piel de toro ya no son reversibles. No hay cirugía política que pueda disimularlas. Los más brutos de una y otra parte no presiden todavía la procesión respectiva; pero, de manera imprecisa y sorda, se difunde la consciencia del hartazgo. Mientras una aplastante mayoría de españoles de matriz castellana no soporta la excepción a su regla, los de matriz catalana creen que la pedagogía de la diferencia es imposible, que no sirve de nada.

Esta fractura no tiene por qué ser trágica. No son pocos los vecinos de apartamento que no se soportan. Nunca llegan a las manos: son civilizados. Pero la escalera queda sin barrer. Y cuando el ascensor se estropea, no consiguen ponerse de acuerdo. Inservible, el ascensor queda inutilizado para siempre. Henchidos de orgullo y de espesos sentimientos, los vecinos suben a pie apartando a su paso la basura.